Unos breves días en Quito.

   Pensé que pasaría más días en Quito de los que realmente pasé. El asunto es que Patty no se sabía mover en transporte público, y a mí no me dejaron ni por equivocación hacerlo sola. Los tíos de ella, más bien sobreprotectores, se opusieron a la idea de que yo saliera sola a conocer la ciudad, menos aún por ser extranjera. Entonces teníamos que esperar a que los primos de Patty (que en la mañana tenían clases universitarias), se desocuparan para que en la tarde o en la noche, saliéramos a pasear por alguna parte. 
   Yo estaba empeñada en conocer la famosa Mitad del Mundo, que fue un lugar en el que estuvo papi hace muchos años y del que recuerdo una foto que vi desde muy pequeña y me sorprendió. Eso le dejé a Patty claro, para que no se nos olvidara con tantos lugares qué conocer en la ciudad.
La Basílica, desde la distancia.
   El primer lugar al que me llevaron el lunes en la noche fue al centro histórico de la ciudad, donde conocí la imponente Basílica y La Ronda, un sitio que me pareció encantador por la mezcla entre lo colonial y lo moderno de los establecimientos de comida que hacen vida allí. Estábamos con unos amigos de la universidad de los primos de Patty, y recuerdo que entramos a uno de los sitios que nos ofrecían amablemente bebidas, comida y buena música. Estaba fascinada con el lugar, y me dije que regresaría más adelante, aunque tuviera que hacerlo sola. La mezcla del frío de afuera y el calorcito propio del local, fue propicio para que pidiera una empanada de viento, intrigada por el nombre y por lo que me traerían. Me dijeron que era una empanada grande (aquí la empanada es lo que para nosotros son los pastelitos) rellena de queso y con azúcar espolvoreada sobre la superficie de ésta, descripción que se ajustó perfectamente a lo que me llevaron. Estaba realmente muy rica. Y para beber me recomendaron pedir un canelazo, cosa que hice con la idea de que era una bebida láctea caliente, con chocolate y canela. Amarga fue mi sorpresa cuando me sirven esa bebida, espesa, sí, pero con ningún aspecto de tener algo lácteo, y con un sabor muy intenso a una fruta que no podía distinguir cuál era, más el sabor a alcohol. Me la tomé toda con mucho trabajo, y lamentándome durante todas las rondas de cerveza que los chicos pidieron, no haber pedido yo cervezas también, en lugar de dármelas de la más curiosa e interesada por probar cosas nuevas. 
     El martes fue un día tranquilo de quedarnos en la casa jugando stop, y nuevamente, como me sucedió con el tema de los verdes, empecé a medir la distancia que había marcado con mi país al encontrarme con el hecho de que aquí no llaman a las cosas igual que en Venezuela. Por ejemplo, ese juego, que para nosotros es Stop, aquí en Ecuador se le conoce como Chantón. Otra cosa fue que cuando estábamos haciendo un recuento de las palabras por categoría al terminar una ronda, yo mencioné en el apartado de frutas por la P, la parchita, y se me quedaron viendo raro, no tenían la más remota idea de qué era eso. Recordé entonces que en otros lugares de Latinoamérica nuestra parchita se llama maracuyá, y eso sí conocían. Entonces comprendí que iba a tener que ir adaptándome a la forma en que acá hablan para darme a entender. Si iba por la calle buscando un jugo de parchita, jamás iba a encontrarlo, porque acá la parchita no existe, al menos no el nombre, aunque sí la fruta. 
Otra de las estructuras del centro histórico de Quito.
    El miércoles fue día de paseo por las discotecas, y con ese propósito me llevaron a una zona que se llama la Plaza Foch o zona rosa. Entramos a una de esas discotecas y ahí más que bailar, lo que hice fue tomar y hablar con algunos de los chicos presentes. Te confieso que me sentía un poco fuera de lugar en medio de tantos universitarios, y el hecho de que fuera venezolana era todo un motivo de novedad y de mil preguntas acerca del país. Siempre con la curiosidad de saber si la situación en Venezuela era tan grave como la describían los medios de comunicación, o era una exageración. Y ser el centro de atención se sentía bien, de modo que me convertí en un experta en hablar de este tema, pues mucho me lo preguntaban y yo tenía la realidad latente, muy fresca, de lo que se vivía en Venezuela. Ya hoy no puedo decir lo mismo, tengo casi dos años acá y la realidad del país me es casi tan desconocida como lo es a un nativo de Ecuador. 
    El jueves fue el día en que partí de regreso a Guayaquil, pero en la mañana temprano me llevaron a conocer la Mitad del Mundo tal como había pedido. Fue una experiencia hermosa, especialmente porque la viví sola. Los primos de Patty y la propia Patty, aburridos de tanto ir, me dejaron ahí para que hiciera mi visita sola y coordinamos encontrarnos una hora y media después. De manera que pude recorrerme el sitio a mis anchas, sintiéndome más viva que siempre y feliz de haber cumplido un deseo que tenía desde que llegué al país. También me llevaron al mirador del volcán Pululahua, el único volcán habitado en el mundo (y sí, Nun pegó el grito al cielo cuando supo que estuve por ahí, y más aún al saber que exista un volcán donde viva gente). De regreso a la ciudad (porque la Mitad del Mundo queda en las afueras de Quito), me dijeron que no podía irme sin probar un tradicional plato de la zona: hornado de chancho, una absoluta delicia a base de cerdo preparado al horno, acompañado de lo que es común en Quito: el mote 
    De esa manera, y tras pasear un poco más por la ciudad en el día, llegamos a la casa de los familiares de Patty, y ella me dijo del cambio de planes pues tenía que retornar de urgencia a Portoviejo, donde su madre la esperaba. Así las cosas, el viaje para Oriente no iba a poder darse, y entonces yo me regresaría a Guayaquil esa noche, porque a la mañana siguiente Patty haría lo mismo para su ciudad. 

No obstante, Quito me dejó un gusto en la boca, un sabor a más. 

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