Días de adaptación con sabor a Ecuador (2da parte)

   Esa segunda semana de septiembre empecé a sumergirme realmente en el mundo ecuatoriano. El lunes Geraldine y Raúl quisieron saber lo que había hecho el fin de semana, parecían auténticamente preocupados por el hecho de que estaba sola en el país y había dejado a toda mi familia atrás. Me invitaron a almorzar el domingo con ellos y yo acepté complacida. Me maravillaba la amabilidad que mostraron conmigo. El viernes que habíamos salido, ellos me invitaron la comida, porque yo solo tenía dinero para el pasaje de esos días hasta que me saliera el primer pago. De manera que me sentí en confianza con ellos, tranquila y segura. 
    También, esa segunda semana el hostigamiento respecto a mi condición de soltera fue casi insoportable. Recuerdo perfectamente que Geraldine no cesaba de preguntarme "cómo así" estaba soltera. Si no había dejado un novio en Venezuela. Y cuando se cercioró de que nada había dejado allá respecto a un novio o algo, entonces me dijo que en la institución había algunos chicos que me habían puesto el ojo y que me convendría uno más que el otro. Uno de los días de esa semana, una profesora equis se me acercó a preguntarme si era cierto que estaba soltera, y me dijo que un profesor que ella conocía, estaba interesado en conocerme. Me sentí tan asqueada, era como si me vieran como carne recién cocida y estuvieran hambrientos, tanto hombres como mujeres. Las mujeres no por las razones de comerme a mí, sino por verme con algún macho poseedor de mi persona. Con esas experiencias empecé a darme cuenta de varias cosas. Lo primero, es que muchas de esas profesoras que estaban casadas, se sentían amenazadas por mi presencia ahí. Y dentro de mí me burlaba pensando en que era absolutamente absurdo que se sintieran así, puesto que mi interés por el género masculino es nulo para formar relaciones de pareja. También, me di cuenta que como sociedad, los ecuatorianos tienen como esta obsesión con el matrimonio y quizá por el hecho de ser evangélicos, en esa institución era como que no concebían que una chica con mis características (profesional y guapa), no estuviera casada. 
    Como te escribí en la entrada anterior, yo era la sensación de allí, y aunque por una parte esto me agradaba mucho, por otra parte era desagradable sentir que tenían medidos cada uno de los pasos que daba, de las palabras que decía y de las cosas que hacía. Sentía que escrutaban desde la forma en que caminaba, hasta la forma en que me vestía. 
    Por otra parte, respecto a la experiencia con los niños, realmente no fue desagradable. Sí, eran pequeños, y algunos de ellos todavía estaban en proceso de aprender a escribir bien. Tenía un par de casos notorios de dos de esos niños que eran muy traviesos, que no querían escribir en clases, que se distraían con el volar de una mosca y que, lo peor, se molestaban entre ellos. Tenían un relación de amor-odio que ahorita la recuerdo con risa, pero en aquel momento constituyeron un verdadero dolor de cabeza para mí. La directora me mandó a llamar una vez esa semana para preguntarme cómo estaba y cómo me sentía. Me agradaba la consideración que ella me tenía y empecé a admirarla y respetarla. El sistema de estudios de la escuela incluía devocionales diarios, miércoles de culto, jueves de estudio bíblico para el personal docente en la mañana, y en general se respiraba mucha religión ahí, cosa que me parecía fatal. Vivían hablando de Dios, de la Biblia, de portarse bien, de hacer las cosas bien a los ojos de Dios, de lo malo que era llevar una vida pecaminosa, y vivían también condicionando a los niños a una visión dual de la vida, en la cual estar del lado de Dios era bueno y aceptado, pero no estar del lado de Dios tal como esa institución lo planteaba, no solo era malo, sino que era castigado. Entonces les enseñaban a esos niños lo opuesto del amor: les enseñaban a tener miedo, y a creer en Dios por miedo a que si no creían, serían castigados con el rechazo y el infierno. 
   Era curioso para mí estar viendo esas cosas y sentir tanto desagrado por ellas, puesto que yo crecí en un ambiente evangélico, pero no recuerdo que nos hubieran inculcado tanto el miedo como en ese sitio se les inculca a los niños. Sí que hubo una que otra persona que en mi infancia tenía ese tipo de enseñanzas, pero rápidamente papi y mami, así como Marisol, Yndira y alguna otra figura de autoridad, nos conducían más bien por el camino del amor. Pero el resultado fue inevitable: yo crecí teniéndole miedo a Dios y a lo que pasaría si me alejaba de la iglesia.  
Vista áerea del parque Samanes. Créditos: El telégrafo.
   Un día de esa semana, cuando llegué a la casa donde estaba viviendo, me encontré con la desagradable sorpresa y reclamo de una de las maracuchas, que me pidió que secara y guardara las cosas que usaba en el desayuno para mantener la cocina arreglada. En las mañanas yo salía de prisa y siempre dejaba todo limpio después de usarlo, pero me propuse hacer lo que ella me pedía para no tener problemas. Al día siguiente, cuando fui a cocinar, resultó que ella se había levantado más temprano y había cocinado, dejando las cosas justo como me pidió que no las dejara. Me dio tanto coraje que ni me molesté en cocinar, sino que me fui sin comerme mi arepa matutina de todos los días. Ese día desayuné en la escuela, un sándwich aplastado y relleno con queso, al que acá le llaman tostada. Era lo más familiar que había en el menú de la cantina escolar, que acá le llaman bar (¡¡KHAA??), y me dirigí al área del comedor donde se encontraba una chica que era amiga de Geraldine, y que me resultaba a veces muy pana y a veces muy chocante. Ese día fue muy pana. Me desahogué con ella respecto al episodio de la casa con las venezolanas esas, y coincidió conmigo en que ese comportamiento de seguro era porque me tenían tirria o envidia. Me urgía entonces con más prisa mudarme del lugar donde vivía, que me quedaba tan lejos y me hacía gastar $1 diario en pasaje. Más tarde, ese mismo día, fui a la dirección para hacerle una consulta a la directora respecto a cuándo eran los días de pago, porque el primer dinero que ganara, lo iba a usar en mudarme de esa casa. Al platicarle de eso, ella me comentó que su hermano estaba rentando una habitación amoblada en un departamento, que tenía su baño privado y con aire acondicionado. Acto seguido, llamó a su cuñada y le pidió que me mostrara la habitación ese mismo día para ver si me gustaba. Incluso, fue conmigo y con la secretaria en el carro de ésta última, para hablar personalmente con su cuñada. La habitación me encantó porque formaba parte de una casa de tres pisos, en la cual el último correspondía a un departamento que no estaba habitado por nadie. Tenía yo acceso a cocina y nevera casi que exclusivamente porque ahí no había nadie más. La habitación era pequeña pero acogedora, con su clóset, mueble de gavetas y un baño lindo lindo. La directora negoció el precio con su cuñada y se hizo responsable de cualquier perjuicio que pudiera llegar yo a causar si no resultaba ser una buena inquilina. Nos devolvimos a la institución y yo quedé en una sola pieza, muda de la impresión y el agradecimiento por tanta generosidad. El departamento se encontraba a escasos 15-20 minutos de la institución, por lo que podría dormir más en la mañana. La mudanza o el "cambio" (acá se dice que uno se va a cambiar, para referirse a mudarse), quedó relegada para la siguiente semana que era quincena y me pagarían el 30% de mi salario total, dejando para fin del mes el 70% restante. 
Entrada al parque Samanes. Créditos: el ciudadano
      El domingo fui a la casa de Geraldine y Raúl, que tienen 3 hijos pequeños. Es loco, yo a Geraldine le ponía unos 33 años, pero recién ese año cumplió lo 30, sin embargo su vida de casada y de mamá fue algo que no envidié ni un solo segundo ese domingo que fui para allá. Me invitaron a almorzar ceviche de camarón preparado por ella, y la verdad estaba delicioso. Y creo que el compartir habría sido perfecto sin los niños, pero ellos estaban ahí y Geraldine más que Raúl tenía que velar por sus correctos modales en la mesa, porque se comieran todo, porque no fastidiaran a la niña más pequeña, porque se comportaran puesto que había visita en la casa y todo eso. Me sentí agotada tan solo de verla lidiar con ellos y con su papel de esposa que todo hace. En la tarde me llevaron a un parque grande llamado Samanes que queda en la vía para ir a Villa Club, que me recordó un poquito al Parque del Este en sus mejores momentos, pero muuuucho más grande y con más infraestructura que el nuestro. Ahí me sentí como una media hija de ellos, por todo lo que se preocupaban por mí, al punto de sugerirme que me quedara esa noche en su casa en lugar de tener que retornarme a la mía, que quedaba muy lejos. Quise negarme, aduciendo que no había traído ningún elemento para asearme, pero Geraldine se ofreció a prestarme todo lo que necesitara, de manera que no pude decir que no. En la noche, tras que los niños se habían dormido, me quedé un rato hablando con ellos dos, sintiéndome llena de afecto hacia esos dos esposos que tan desinteresadamente me habían abierto las puertas de su hogar. Sentí mucha empatía hacia Raúl porque era de espíritu crítico, semejante al mío, más que Geraldine, pero con ella había la complicidad de amigas, de hermanas, y eso lo valoré muchísimo. 
    No obstante, el tiempo me enseñó que a veces esos gestos desinteresados, no son tan desinteresados como uno cree que son. Nada viene ni se nos da de gratis así como así. Todo tiene un costo, todo tiene un precio.  

Comentarios

  1. Quedé cómo si en el episodio III de SW lo hubieran terminado cuando AnakinVader estrangulaba a Padmé. Continúa lo más pronto posible, porfaaa!

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