Retorno a la realidad, retorno a Guayaquil.

   Fue un viaje plácido, ese que hice a Quito. Me lo disfruté de principio a fin, probé cosas nuevas, ricas y deliciosas, conocí nuevos lugares, tomé muchas fotos, conocí personas diferentes a mí y a lo que siempre había conocido. En resumidas cuentas, le había dado una dosis bien alta de alimento a mi alma, y me sentía súper viva, súper entusiasmada, súper emocionada con lo que para mí, de alguna inconsciente forma, era un maravilloso viaje de turismo.  
    El viaje en ese bus, de camino a Guayaquil otra vez, fue algo que mucho lamenté. Me hubiera gustado quedarme en Quito. Todo lo que vi de la ciudad me encantó, y pensaba que era un pesar haber llevado mis papeles y ya haber hecho todo el registro en la ciudad costeña, el tiempo me enseñaría que radicarme en Guayaquil fue lo mejor que pude hacer. Mientras estaba en el bus y trataba de conciliar el sueño, recordé también esa primera vez que viajé de Quito a Guayaquil, cuando vine por primera vez a Ecuador, y todas las emociones revueltas que tenía en mi estómago, en mi vida y en mi cabeza. Tenía muchos miedos, pero estaba llena de curiosidad respecto a lo que Ecuador me estaba preparando. 
Mi hermosa Guayaquil. 
     Creo que dormí corrido todo el viaje hasta que llegamos a Guayaquil, y aquí comenzó mi contrariedad. Cuando desperté algo dentro de mí se emocionó al pensar que había llegado a mi destino final, y que este no era otro que el de mi hermosa Caracas. Después de todo, durante todo el año 2o15 había viajado tantas veces dentro de Venezuela, que llegar a Caracas era la experiencia que más grabada tenía en mi mente. El choque fue fuerte, y me pegó como lo hubiera hecho el empuje de una enorme ola en un mar tormentoso: no estaba en Venezuela. Había llegado a casa, pero mi casa no era lo que siempre fue, ese lugar ahora llamado "casa", carecía de emoción, de ilusión, de calor humano, de cariño. No había nadie que me estuviera esperando en casa, de hecho, todo lo contrario, se encontraban en ese techo bajo el cual dormía, unas personas a las que no les importaba en lo más remoto si volvía o si no lo hacía. Y ese descubrimiento fue muy duro, Danito. Fue como concientizar por primera vez desde esa emoción que tenía anestesiada por haber dejado mi país, que ya no estaba en mi tierra, ni con mi gente. Fue comprender y empezar a asimilar que aquí no había familia ni amigos que me amparasen, que se preocuparan por mí, que velaran por mi bienestar. Estaba sola, en una ciudad súper habitada, pero sola, sola sola en lo que se refería a la compañía emocional tan necesaria para todo ser humano. 
     De camino a la casa donde estaba viviendo, no dejaba de pensar en todas las veces que había repetido la misma situación que estaba experimentando aquí: yo, llegando a las 6 de la mañana a una ciudad que se mantenía impasible ante la llegada de visitantes y naturales; una ciudad con vida propia, con movimiento propio. Recordaba también que cuando llegaba a casa, en Caracas, siempre me encontraba por lo menos a papi, en la computadora, o recién llegando de haberte llevado a la escuela. O encontraba unas arepas recién hechas, deliciosa bienvenida. Aquí, lo sabía, no pasaría eso, no ese día, por lo menos. Y esto, una vez más, fue muy duro. No te imaginas cuánto. 
    Creo que esos pensamientos me calaron mucho, porque cuando llegué a la casa donde dormía, y me acosté a dormir sin querer pensar en nada más, soñé con los muchachos (con Sem y Ner), y con unos amigos en común, que habían preparado un viaje para visitarme, y yo me sentía contrariada, entre feliz y fastidiada de que me visitaran. Desperté con una desazón en el pecho, que nada podía quitarme. Me sentí tan deprimida, como no te imaginas. Y entonces me levanté, me di una buena ducha y decidí salir de esa casa para mitigar el dolor que me estaba invadiendo. 
    Fui al centro con la débil excusa de hacer algo productivo y empezar a dejar hojas de vida en algunos establecimientos que me interesaran (librerías, bibliotecas, museos), pero la verdad fue que no conseguí más que perderme y demorar más de 2 horas en un paseo que no debía durar ese tiempo. Conocí a algunas personas ese día, en mi afán por no sentir el peso de la soledad tan intenso y devorador, y entre esas personas una de ellas se ofreció a ayudarme a conseguir un trabajo en el sector público de Guayaquil. No lo tomé en serio, realmente, pero me alivió pensar que no me costaría mucho, tras las experiencias, establecer vínculos amistosos pronto con los guayacos, porque la verdad es que son muy amables y cálidos: unas personas maravillosas. 
     Al final de ese día, viernes 28 de agosto, llegué a la casa pensando que había gastado pasaje y dinero en comida, solo para llenar el vacío de sentirme tan sola, porque nunca dejé hoja de vida alguna en más que una librería que para completar ni siquiera era de mi tipo.     

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