Días de adaptación con sabor a Venezuela.

    Mi primer fin de semana en Ecuador me llevó a recordar que una semana antes, iba a empezar la aventura de esta nueva vida y ya para entonces había tenido la experiencia de perderme en la ciudad. Me parecía que más de una semana había transcurrido, y al mismo tiempo era como que todavía los tenía a todos ustedes muy presentes en mis recuerdos, como si recién los acabara de ver. 
    Ese fin de semana llegaron dos amigas de Ramón y José, y aunque por una parte me lo tomé con la mejor de las actitudes, por otra parte me sentí bastante fastidiada de eso. Traté de socializar en la medida de mis posibilidades, pero cuando activaron el servicio de internet, ya me fue muy difícil integrarme en el grupo que ellos formaron. Me sentía una extraña, y la verdad no hice nada para cambiar ese hecho: no me interesaba. 
    Recuerdo haber pasado las horas sin internet, escribiendo mi novela, y ya cuando pusieron la conexión, aprovechaba de escuchar música mientras escribía mi novela. Salimos un par de veces ese fin, y de verdad hice mi mejor esfuerzo por llevar la fiesta en paz, aún cuando esas chicas no me agradaron ni un poco. Tuvimos algunos ratos de plática "venezolana", recordando nuestras experiencias en el país, los lugares que nos marcaron, lo hermoso que es el país y la nostalgia que a todos nos embargaba por estar tan lejos de casa. No obstante, cuando surgía ese tema que entre muchos venezolanos aparece tarde o temprano, como flatulencia apestosa, de aquellas cosas diferentes que tienen los nacionales de determinado país (en este caso, de Ecuador), me recordé a mí misma por qué no soportaba estar con venezolanos: porque aún no lo soporto. 
    El lunes volví a ejercitarme. El clima de acá es propicio para ello, porque como hace mucho calor no me provoca(ba) comer fritura, ni grasas, ni muchos carbohidratos. Más bien, me interesaba ingerir mucha fruta, vegetales y tomar muchísima agua (harta agua, como dirían acá). Había comprado comida con esas características para tratar de comer lo más saludable posible, lo más ligero y fresco. Me preparaba mis consabidas arepas en las mañanas y procuraba incluir muchos vegetales a la hora del almuerzo, haciéndome ensaladas. El martes me fui a Guayaquil, pues el chip que compré en el terminal el viernes para ya tener un número de acá de Ecuador, no agarraba señal y me sugirieron que hiciera un desbloqueo de mi teléfono. Me pareció absurdo porque este teléfono ya estaba desbloqueado, y me había llegado de Estados Unidos sin darme jamás problema, ¿Por qué me daría problemas aquí? Pero fui obediente, y en parte por hacer caso, en parte por querer salir a conocer la ciudad, me fui el martes para el centro. Allí consulté en una zona que después supe se llamaba la Bahía, y en efecto mi teléfono (y al parecer cualquier teléfono que viniera de afuera del país) estaba bloqueado y no reconocía el chip con número de acá. En cuestión de minutos tras dejarles el teléfono ahí, me lo devolvieron con el chip nuevo, y la señal a todo dar: ya se había acabado mi uso del número venezolano, y creo que desde ese día no lo usé más. Caminé un rato por el centro, memorizando sitios, calles, avenidas, lugares, sectores, museos, edificios, y di con un sitio donde mandé a arreglar una cartera que me había regalado Nun, pero que se me había deteriorado un poco. Eso me hizo sentir exageradamente muy contenta. Creo que esas pequeñas alegrías mitigaban la tristeza que me daba pensar que poco a poco me estaba desprendiendo de elementos que me ataban simbólicamente a mi madre patria. 
    El jueves volví a ese sector para buscar la cartera que había dejado ahí reparando, caminé mucho, cambié los pesos colombianos que me habían sobrado de mi viaje por Colombia y fui hasta mi lugar favorito de toda la ciudad: El Malecón 2000. Era raro, sentía que ese lugar me llamaba, que siempre me había llamado. La brisa que sopla, la frescura de sus espacios, todo todo me traía evocaciones pasadas, como si ya hubiera conocido ese sitio por lo bien que se sentía estar ahí. En lo sucesivo, el Malecón se convirtió en el lugar a donde acudí para tener un poco de solaz en mi atormentada cabeza, y poder tomar decisiones lúcidas. Al retornar a mi alejado techo provisional, lamenté mucho vivir tan lejos del Malecón, y de toda la ciudad en general. Ese era un viaje que me demoraba una hora y media, y me hacía llegar exhausta a casa.
Malecón, vista aérea. Créditos: Viajes y precios.
       El viernes me preparé psicológicamente: Patricia me había invitado a viajar con ella a Quito, a casa de familia suya allá, para que paseara y conociera otros lados del país. Me dijo que pasara primero por el sitio donde ella vive, en Porto Viejo, y que de ahí saldríamos a la capital del país, con buenas posibilidades de que a mediados de la semana que pasaríamos allí, viajáramos con los primos al Oriente del país (la zona amazónica del Ecuador). Estaba entusiasmada por la invitación, y durante ese viernes estuve rumiando en el pensamiento de que era maravilloso no tener ni un mes en el país, y ya empezar a conocerlo viajando a otras ciudades. 
    El sábado tempranito salí de casa, mochila al hombro y segura de que ese viaje era un presagio de todo lo bueno que venía para mí en los próximos meses de estar aquí en Ecuador.    

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