Mi primer paseo en Guayaquil.

Varios días han pasado desde que Junio comenzó, y apenas voy a realizar mi segunda entrada del mes. Cosas que suceden cuando no me organizo bien, hermano mío, pero confío en ser más constante con las entradas este mes.
Cuando me vine, si puedes recordar, tenía un teléfono-cámara (más cámara que teléfono) del que me sentía muy satisfecha y orgullosa. El viaje que hice por territorio colombiano, y luego mi primeros días en Ecuador, fueron retratados por el lente de esa cámara, pero esas fotos las extravié para siempre por no tener una manera de respaldarlas más allá de la memoria externa que llevaba en mi teléfono y que unos cuantos meses después se me dañó completamente, perdiendo todo lo que tenía allí. La lección está aprendida y eso no me vuelve a suceder. 
Apenas llegué a Guayaquil, además de descansar y acomodarme en la vacía habitación que me prestaron muy gentilmente, compré un poco de comida para prepararme en los siguientes días por venir y el martes en la mañana salí acompañada de uno de los dueños de la casa, Ramón, que me condujo hasta una notaría donde debía llevar mi título y la carta de no poseer antecedentes penales en Venezuela. Esas cosas debía tener con copia, y selladas por un notario de acá de Ecuador que certificara que los papeles tenían validez legal, para poder introducirlos en el ministerio de educación superior y así registrar mi título. Ese mismo día, y acompañada por un muy gentil y amable Ramón, fui hasta el ministerio de Educación Superior con mi carpeta ordenada y conteniendo todos los requisitos que se me pedían para solicitar el registro de mi título universitario. Me sentía flamante y orgullosa con mi pergamino, y testifiqué encantada la rapidez del proceso, en duro contraste con mis últimos trámites de esa naturaleza en Venezuela. Yo llegué literalmente a iniciar el proceso de establecerme aquí. Ya no era una visita de turista, como lo fue en abril (si gustas, te haré una entrada exclusiva de lo que significó para mí ese primer viaje fuera del país), ni era para pasear y recorrerme la ciudad alegremente. Mi llegada a Guayaquil significaba que la estaba convirtiendo en mi lugar de residencia por los próximos meses (tal vez años). 
Pensarlo de esa manera y en esas proporciones, te confieso que me hacía sentir abrumada: me sentía tan pequeña para la empresa que estaba emprendiendo. Sin embargo, procuré dar mis primeros pasos uno a uno, poco a poco, día tras día, sin cargarme inútilmente por el incierto futuro. 
Por otra parte tenía una rara sensación de victoria y descreimiento. Estaba en otro país, empezando a establecerme, lejos de mis padres, de mi familia, de mis amigos, de mi gente. Estaba en un rincón del mundo donde era una total y completa desconocida para los ciudadanos de ese lugar; un sitio donde no tenía algún pariente siquiera lejano, una amistad más allá de la de Ramón y José, los venezolanos que me recibieron, ni nada, absolutamente nada de lazos sociales que me conectaran con mi historia. Era realmente comenzar de cero, y pensarlo así también resultaba abrumador. 
Uno de mis lugares favoritos: El Malecón. Crédito: eleyex.com
No obstante, decidí disfrutarme eso en lugar de hacer un melodrama de proporciones colosales, aunque todavía esperé dos días enclaustrada, para atreverme a salir. Esos chicos que me recibieron, fueron espléndidos conmigo, y la noche del segundo día tras mi llegada, me llevaron a un centro comercial para que pudiera conectarme a una red wifi y así poder comunicarme con papi, para hacerle saber que ya había llegado a la casa donde me hospedaría una breve temporada, y que supiera que iba a estar unos días sin internet porque los chicos recién se habían mudado y aún no contrataban el servicio. Esa era otra cosa que se sentía muy extraña: no tenía ninguna comunicación con mi mundo exterior-virtual, pero al mismo tiempo no podía apartar de mi cabeza que eso era realmente "comenzar de cero", en todos los sentidos posibles. Durante los dos días pasados en casa, descansando y cobrando fuerzas morales y valor (sobre todo valor), recuerdo haber limpiado los espacios de la casa y haber recordado mucho a mami, no dejaba de pensar en todas sus lecciones y enseñanzas, y cómo todo eso me hacía sentir preparada para estar viviendo de mi cuenta, en otro país y con otra gente.
El viernes 14 fue la fecha de la primera aventura que tuve. Ese día cuadré conocer en persona a una amiguita que un amigo italiano virtual (a quien conozco hace bastante tiempo) me presentó antes de que saliera de Venezuela a Ecuador. La chica no vive en Guayaquil propiamente, sino en una ciudad que queda como a unas 3-4 horas de acá. El viernes ella tenía que venir a Guayaquil para asistir a una cita en la embajada norteamericana con su mamá, y me dijo para que aprovecháramos de conocernos. Yo me sentí emocionada y encantada de tener un móvil por el cual salir y aventurarme de mi cuenta, sin depender de los chicos de la casa. 
Te explico, el sitio al que llegué se llama Villa Club. Es un enorme conjunto residencial, que pertenece a otros conjunto residenciales que caracterizan la zona, y está dividido a su vez en etapas (conjuntos residenciales más pequeños). Queda a unos 40 minutos de la ciudad de Guayaquil propiamente, para lo cual debía coger (acá nuestro verbo "tomar", en el sentido de usar algo, se conoce como "coger"), (*Inserte risas*), (Sí, me llevó algún tiempo superarlo), (sí, aún molesto con eso a veces)... (Sí, ahora yo lo uso así 😅 
Retomo.
Para trasladarme de Villa Club a la ciudad de Guayaquil (donde está toda la vida de la urbe), debía coger dos carros. El primero, a la salida de la etapa donde me estaba quedando. Podía coger una van de pasajeros que circulaba por la zona con el fin de llevarlos a la zona donde se cogen los buses que llevan a la ciudad propiamente, o un carro particular-taxi (que pronto aprendí que los taxis acá no solo son los que tienen el logo de "Taxi", sino que pueden parecer carros particulares) que por el mismo valor de la van, llevara a varios pasajeros hasta la entrada de la urbanización donde se cogía el bus. Imaginarás que esos carros particulares no me inspiraron mucha confianza al principio, pero luego me sacaron del apuro varias veces y vi que todos los consideraban algo tan natural, que acabé haciéndolo yo con entera tranquilidad. Una vez en la entrada de la urbanización, esperaba en la parada que pasara uno de dos buses. Hay un tipo de buses que por 25 centavos hacían un recorrido súper largo hasta el centro de la ciudad y se devolvía. Otro tipo de buses más cómodos, me llevaban directo al terminal de pasajeros por el doble del valor del primer tipo de buses. Ese fue el que cogí ese viernes 14 que me había citado con Patricia en el terminal terrestre. 
Nos conocimos y tuvimos un tiempo agradable. Conocí también a su mamá y ambas me llenaron de muchas recomendaciones acerca de cómo moverme en una ciudad "peligrosa" como lo es Guayaquil. Me pareció un disparate esa observación, después de todo yo había salido de Caracas city, cuya fama de peligrosidad cada día incrementaba a pasos agigantados. Pero poco a poco aprendí que los conceptos de "inseguridad" son variados dependiendo de cada código socio-cultural, y en ese sentido, a su manera y para los ecuatorianos, Guayaquil es una ciudad que tiene zonas peligrosas, y para el que no conoce y anda solo (como yo lo estaba), podía ser más peligrosa aún. En aquel momento ni me inmuté enano, después de todo los ecuatorianos no tenían remota idea del infierno del que había salido. Recuerdo ese día haber llamado a mami desde un centro de comunicaciones (cabinas, se les dice acá), comprarme un chip de teléfono con un número de acá, y luego regresé a la casa, echándome una perdida antes de hacerlo, que me enseñó la importancia de preguntar. Los guayaquileños mostraron ser muy amables y atentos conmigo en esa circunstancia (y en toda circunstancia posterior), y aunque pensé que era un rasgo característico del ecuatoriano, el tiempo me enseñó que no es así: los guayacos los son. Los costeños lo son. Amables y dados hasta el hartazgo. Claro, con sus excepciones.
Llegué a casa agotada por el trajín, pero satisfecha de haber dado mi primer paseo por Guayaquil, absolutamente de mi cuenta. 

"Esto es ser grande", me dije una y otra vez esa noche antes de dormir. 

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