Mi primer encuentro con Quito.

   Viajé hasta Portoviejo el sábado 22 de agosto, quince días después de haber salido de Venezuela. Para estas alturas ya me sentía sumergida en el mundo ecuatoriano y el peso de haber salido de mi país se hacía cada vez más ligero, de tal suerte que me encontraba en las alas dichosas de la aventura, sin pensar en nada más. El viaje de Guayaquil a Portoviejo no demoró más de 5 horas, si mal no recuerdo, y habiendo salido a las 8:00am, llegué a golpe de mediodía a la capital de la provincia Manabí. Mi amiga Patty me recibió en el terminal terrestre, junto a su mamá, y de ahí nos fuimos a la casa para dejar mis cosas y que descansara un poco si quería. Me impresionó sobremanera la hospitalidad de ellas, que sin conocerme mucho me abrieron las puertas de su hogar así. Hacía muchísimo calor, así que opté por dormir un poco hasta que el hambre me despertó. La mamá de Patty no estaba, y no había comida en la casa, por lo cual Patty llamó a una prima para que nos acompañara a almorzar algo. 


    Recuerdo que Patty me había dicho que la comida manaba era la mejor de todo el Ecuador, y ese día quiso probármelo invitándome un plato propio de allá que ni siquiera recuerdo bien. Era un pescado, pero no me gustó mucho y quedé con el sinsabor de un elogio que no se ajustó a la realidad de mi plato. Paseamos un rato por la ciudad (que pronto corroboré que era algo así como un pueblo grande), y en la noche el clima suavizó muchísimo, soplando una brisa fresca que era un alivio para todo el calor que hizo en la tarde. 
Ceviche de camarones. 

    Al día siguiente, Patty tenía una reunión con unos amigos de la universidad e iban a preparar unos ceviches variados que definitivamente reivindicaron la experiencia culinaria del día anterior en mi valoración de la comida manaba: desde entonces no he probado un ceviche de camarón tan rico como el que probé aquella vez. Entre bromas y compañerismo se nos pasó el resto del día en compañía de los amigos de Patty, hasta que llegó el momento de despedirnos y nos fuimos a la casa para que Patty pudiera arreglar su maleta porque esa noche viajaríamos a Quito.  
    Salimos a las 9 o 10 a la ciudad capital, y pasamos un rato hablando y otro durmiendo. Yo iba en la ventana, recordando cómo había sido la primera vez que viajé de Guayaquil a Quito, cuando regresaba a Venezuela en esa primera visita que hice al Ecuador, donde decidí radicarme durante los siguientes dos años de mi vida. Me resultaba súper emocionante el cambio de paisajes conforme íbamos ascendiendo las montañas que nos llevaban a los más de 2500 metros sobre el nivel del mar en que se ubica la ciudad capital del país. El cielo estaba muy despejado y desde mi asiento cómodo, podía notar que afuera debía hacer mucho frío. Me decía que no era una coincidencia que cada vez que hacía un viaje, Quito estuviera implicado, pensé en que quizá algo me depararía esa ciudad más adelante, aunque mi plan no estaba en Quito propiamente, sino en otra ciudad que no conocía todavía, pero con la que me había obsesionado tanto que sin conocerla sentía que quería vivir allá. 
     Patty estaba un poco preocupada porque íbamos a llegar a Quitumbe, ya que no había conseguido pasaje para llegar a Carcelén, y yo no dejaba de admirarme por lo inmensa que me resultaba la ciudad capital: tanto como para tener dos terminales terrestres ubicados en los extremos sur y norte de la ciudad, respectivamente. Llegamos a las 6 de la mañana, y nos encontramos con un terminal terrestre lleno de vida en lo que parecía también ser una parte fundamental en la vida cotidiana de los quiteños. Nos trasladamos a un sistema de transporte que se veía súper complejo y del que yo no entendía nada, y Patty estuvo preguntando varias veces cómo hacer para llegar a un punto específico del norte de la ciudad. Al final abordamos uno de esos buses que me recordaban a los BusCaracas, con sus paradas tipo trenes metropolitanos terrestres, e hicimos un recorrido que demoró cerca de 40 minutos hasta que llegamos a nuestro destino. Era lunes, y me comentaban los primos de Patty con quienes nos encontramos unos minutos más tarde, que la ciudad estaba un poco más despejada que de costumbre por estar en período vacacional. Eso me parecía perfectamente normal. Lo que no me parecía normal, ni remotamente, era el funcionamiento de las clases en la costa, pues durante esas fechas que en mi mente siempre eran vacacionales, en Guayaquil los chicos estaban en clases como si nada. 
     El lugar donde vivía la familia de Patty era alto, y se podía ver una parte de la ciudad de Quito, cosa que me resultaba asombrosa por el recuerdo de Caracas. Aquí fue donde empecé a familiarizarme con algunas formas de llamar la comida que no conocía para nada. Por ejemplo, una de las mañanas que nos levantamos, Patty me dijo que su tía le había encargado la preparación del desayuno, y me pidió que la acompañara. Cuando estábamos en la cocina, me pidió que le alcanzara unos "verdes" que estaban en una cesta. Yo la miré con cara de perplejidad, sin entender a qué se refería con ese nombre tan genérico, hasta que me señaló unos plátanos verdes que estaban en la mencionada cesta. Quedé intrigada, ¿por qué le omitía el nombre "plátano"? Pensé que sería algo de ella, hasta que en la mesa donde comimos, se refirieron al "verde" como que había quedado muy rico. Ella preparó el plátano como tostones, y a eso le llaman acá patacones. De manera que comprendí que era algo del país. Al plátano verde solo le llaman verde, y al plátano maduro... Pues ya sabes cómo le llaman. 

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