Rumbo a Ecuador.

    Mi viaje a Ecuador comenzó el sábado 8 de agosto a las 2:30 de la tarde. El bus tenía hora de salida a las 2, pero entre embarcarse pasajeros y dar ajustes finales la demora fue de media hora. Ya sabes, querido hermano, latinoamericanos al fin, parecemos condenados a la impuntualidad como norma. 
  Estaba muy emocionada de que mi viaje fuera de tierras venezolanas comenzara, y recuerdo que procedí primero a escribirle a papi y a mami para que supieran que estaba bien y ya embarcada en el bus con rumbo a Ecuador, aunque primero debía hacer un viaje de aproximadamente 34 horas por territorio colombiano. Sabía que no iba a ser lo que en principio había visualizado, lo de conocer por escalas el país, deteniéndome en algunas ciudades que tuviera en camino, pero igual me emocionaba. Había comprado unas frutas (comí súper sano en casa de los tíos) para picar algo en el transcurso del viaje porque no tenía ni idea de cuándo haríamos la primera parada. El bus contaba con un baño bien equipado (que nunca visité con la intención de usar), y por la extensión del viaje me parecía que los conductores no iban a querer detenerse mucho: no me equivoqué en mi sospecha. 
     Rodamos largo rato por paisajes típicos de tierras calientes, y empezamos a subir poco a poco, de nuevo a la Cordillera de los andes, que esta vez pertenecía a suelo colombiano. Iba sumida en mis pensamientos, tratando de realmente asimilar que me estaba yendo del país, que no sabía cuándo los volvería a ver, que no estaba haciendo uno de mis viajes dentro de Venezuela del cual retornaría prontamente a Caracas y volvería a la casa como siempre. Y sí, una parte de mí se alegraba con la información de haberme ido, pero otra parte estaba ida, no lo comprendía, no lo asimilaba. A eso de las 8 y media, casi 9 de la noche, llegamos a Bucaramanga. Ya con todo mi paisaje oscurecido, decidí sumergirme más en el celular y así estaba cuando el bus, tipo 10 de la noche, hizo su primera parada en algún lugar de la carretera. La verdad es que tenía mucha hambre porque esas frutas ya se me habían ido del panorama estomacal, y aunque mi sedentarismo en ese bus era la norma, igual tenía mucha hambre. 
El tipo de bus en el que viajé.
Créditos:  Blog para emigrantes venezolanos
     Cúcuta me impresionó como una tierra de clima caliente, de manera que no llevaba suéter encima cuando me bajé del bus: grave error. Desestimé la neblina que había visto unos kilómetros antes y pasé muchísimo frío durante los 30 minutos que estuvimos ahí. Me parecieron eternos. Me compré desesperada un chocolate caliente, unas galletas dulces y otro montón de cosas, dulces todas, en mi afán de calentarme un poco mientras estábamos abajo. No podía retornar al bus porque lo habían dejado cerrado por seguridad. Allí trabé conversación con algunos de los pasajeros, mayormente para preguntar un estimado de la hora en la que llegaríamos a Cali, porque el bus pasaría por esa ciudad. Conocí también a un pasajero, venezolano, que iba a Ecuador igual que yo. En realidad en el bus muchos pasajeros eran venezolanos que se dirigían a distintas partes de Colombia. Otros eran colombianos que salían de Venezuela, de vuelta a sus ciudades de origen, y otros pocos se dirigían a Ecuador, igual que yo. Jorge, el pasajero que también iba a Ecuador, estaba sentado unos puestos más adelante, pero ya nos habíamos conocido y ubicado, porque yo sabía que necesitaría ayuda con mi maleta en ese territorio desconocido que era Ipiales, el paso de la frontera y el primer pueblo de Ecuador desde el cual debía tomar un bus hasta mi destino final. 
     Esa noche dormí profundamente, recuerdo, como por lo general nunca puedo hacerlo cuando viajo en bus de noche, pero supongo que estaba tan cansada por todas las novedades del día (y porque también me había levantado temprano ese sábado), que mi sueño fue corrido hasta las 7 de la mañana del domingo 9 de agosto. Unos minutos después de haberme despertado, el bus se detuvo en un paradero grande para que hiciéramos el desayuno. El pasajero que viajaba a mi lado era venezolano también, pero llegaba hasta Cali, donde tenía familia que lo esperaba. Lo desperté para poder salir de mi asiento ventanal, y me bajé buscando comer algo nuevo, algo diferente: estaba hambrienta de novedades. Ese domingo desperté contenta por lo que había decidido para mi vida, me sentía animada y entusiasmada por todo lo desconocido que se veía mi futuro, porque sentía que muchas cosas buenas me esperaban. Fui al baño de ese lugar, y ahí vi algunas pasajeras que viajaban en el mismo bus que yo, que se estaban dando un baño con toallitas húmedas. El sitio era fresco, pero no llegaba a las bajas temperaturas de nuestra primera parada unas horas atrás, en algún lugar después de Bucaramanga. Salí del baño a la parte de restaurantes, buscando algo diferente para desayunar. Los climas fríos siempre me dan ganas de tomar chocolate caliente, por lo cual me compré uno. Estaba indecisa respecto a qué comprarme de comida para acompañar mi chocolate, cuando vi que los pasajeros del bus donde yo viajaba, estaban ya abordando, siguiendo las instrucciones de unos desesperados conductores que querían seguir ya el camino. No tuve mucho tiempo para pensar qué comer, de manera que opté por comprar dos cosas: una opción segura y otra novedosa. Dado que nos hallábamos en Ibagué, capital del departamento de Tolima, se me dio por pedir un tamal tolimense para sentir que experimentaba realmente lo que era estar ahí, aunque fuera muy brevemente, y adicional llevé dos sánduches, que fueron los que me salvaron del hambre el resto del viaje.  
      Mi experiencia con el tamalcito fue un fraude. Esa combinación de tamal (que me imaginaba más bien como algo medio neutral y relleno de queso, no sé por qué) con chocolate caliente, fue del asco. Sigue el hipervínculo que le hago al tamal tolimense para que comprendas por qué. Ni siquiera pude terminar de comérmelo, y agradecí mentalmente haberme comprado esos dos sánduches. Uno me lo comí ahí, para suplir la función de desayuno que tenía el tamal, y el otro, me lo comí más tarde, cuando el hambre arreciaba y el bus no se detenía, empeñados como estaban los conductores por llegar a la famosísima Cali (sigue los hipervínculos que te hago para que empieces a culturizarte). 
       El viaje siguió, yo hablé un rato con el venezolano que tenía por compañero, y me sumergí otro rato en el celular, chateando con las amistades que tenía en Venezuela y que habían quedado pendientes con lo de mi viaje. Le avisé a papi del lugar por donde iba y le dije que como a eso de las 2 de la tarde, según informes de mis compañeros de bus, debíamos estar llegando a Cali. Eso me tenía emocionada, aunque sabía que no iba a poder bajarme mucho rato, ni que podría pasear por la conocida ciudad. 
      Llegamos a Cali a eso de las 3 de la tarde. Realmente no fue la gran cosa, entramos al terminal, vi un poco de la ciudad, salimos del terminal y nos fuimos. Adiós Cali. Me queda pendiente esa ciudad para visitar, porque créeme que lo haré. Hay mucho que quiero conocer ahí. Se quedó el pasajero que viajaba a mi lado, porque ese era su destino final, y Jorge se cambió de puesto para estar al lado mío y poder hablar bien. El bus seguía su viaje, indiferente a los rugidos de nuestras panzas, que ya teníamos mucha hambre, pero un par de horas después, en la región de Popayán, se detuvo finalmente en un lugar de almuerzos. Yo no tenía tanta hambre como para comer un plato de esos bien resueltos que servían, pero sí pedí algo porque a fin de cuentas ya no sabía si ese bus se iba a detener antes de llegar a Ipiales, que era nuestro destino final.
Recorrido hecho por territorio colombiano.
Créditos: Notiforo.

      Avanzamos y a las 10 de la noche estábamos ya en Pasto, lugar que se ubicaba a unas 4 horas de nuestro destino final, tal como nos indicaron los sabidos pasajeros del bus. De las conversadas con Jorge supe que él se dirigía también para Guayaquil, y eso me trajo un profundo alivio, porque el pensamiento de llegar acompañada de cierta manera, me tranquilizaba, especialmente a la hora de hacer el cruce de fronteras. Todo esto me sumió en una tranquilidad tan grande, que me dormí durante el trayecto de Pasto a Ipiales, y fui despertada apresuradamente por Jorge, que también se había quedado dormido, pero había despertado a tiempo para ver que todos los pasajeros se bajaban por haber llegado ya a Ipiales (la ciudad más alta de Colombia, y una de las más altas del mundo 😀). Fue violento eso, no tuve ni tiempo de avisarle a papi que habíamos llegado a Ipiales y ya no tendría más conexión en ese bus. Eran casi las 2 de la madrugada, y hacía un frío que no te imaginas. 
     Bajamos y buscamos las maletas, lo que se hizo muy rápido porque ya la mayoría de la gente había buscado las suyas y se había ido. Mientras yo estaba esperando que me dieran mi maleta, Jorge buscó un taxi para que nos llevara hasta la frontera, que estaba a escasos 20 minutos del terminal al que llegamos. De manera que cuando ya yo tenía mi maleta y todas mis cosas de mano, él fue a buscarme para conducirme a donde nos esperaba el taxi. Hicimos intercambio, porque mi maleta era considerablemente más grande que la suya, y entonces embarcamos el carro.    

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