Mi breve paso por Colombia

    El sábado 8 de agosto del año 2015 me desperté muy temprano (a las 6am), me arreglé con prisa y dejé las pocas cosas que había usado en la habitación, tal cual como las había encontrado. Ese día era importante, y procuré dormir la noche del viernes temprano y estar bien descansada en todos los sentidos para estar dispuesta a todo lo que la jornada me deparara. Un amigo taxista al que Joca y su amigo habían contactado, pasaría por nosotras a las 7 en punto. Tuve mi último desayuno venezolano en tierra venezolana, y me despedí enérgicamente de mi tía Zoila y de mi tío Filólogo, agradeciéndoles infinitamente la hospitalidad que me brindaron durante esos tres días. 
     El amigo taxista fue puntualmente por nosotras a las 7, y en el carro estaba el amigo de Joca que nos iba a acompañar ya directamente en Cúcuta, porque hasta allá me iban a acompañar, para inmenso y grato alivio mío. Nos dirigimos sin demora a San Antonio del Táchira para pasar por el Servicio administrativo de identificación migración y extranjería (SAIME) y ya me sentía tensa por todo lo veloz que estaba ocurriendo eso. Temía llegar y encontrarme con las infinitas colas que cada vez eran más frecuentes en Caracas, por y para todo. Temía el momento de revisión de mi maleta y mis pertenencias de mano, no porque ocultara algo sino porque de ordinario soy muy pudorosa en el hecho de que vean mis cosas, mi ropa, mis zapatos, mis papeles, todo lo que es mío, que en aquel momento cabía en una maleta grande. Temía, en resumidas cuentas, un sinfín de cosas que estaban todas relacionadas enteramente a lo desconocido de la empresa que estaba llevando a cabo, y que sentía que me sobrepasaba. El proceso en San Antonio fue mucho más rápido de lo que imaginé, y empecé a relajarme. Pude hacer sellar mi pasaporte en esa oficina, sin colas ni despelotes, no había mucha gente por ahí como temí que hubiera. Así pues, mi salida oficial del país se hizo silenciosamente, sin formar parte de una multitud que solo unas semanas más tardes haría historia en ese mismo sitio  que yo pisé, al ser cerrada la frontera entre Venezuela y Colombia. Ajena estaba yo a esos eventos que tras de mí vinieron y que parecieron estar esperando que yo pisara afuera, para cernirse en torno a lugares por los que estuve. En el puente Simón Bolívar, unos minutos antes de salir de Venezuela, detuvieron el taxi unos militares y nos interrogaron. Sucedió lo inevitable y revisaron todas mis cosas, tuve que bajar mi maleta, y abrir mi mochila para que la colocaran sobre una mesa, así al aire libre y en medio de ese puente por donde pasaban cientos de carros, pero la revisión no fue exhaustiva, y mucho lo agradecí. Entonces, mi Danito, crucé en el taxi con Joca y su amigo ese puente que está sobre el río Táchira, y que separa a Venezuela de Colombia; y así fue como salí del país. 
Puente fronterizo Venezuela-Colombia.
Crédito:  minuto30.com 








      El amigo taxista nos dejó justo en el edificio donde yo tenía que hacer sellar mi pasaporte de entrada a Colombia, porque ya él no tenía permiso de conducir en Cúcuta propiamente, y mientras Joca y su amigo me esperaron afuera de este, yo entré para hacer un trámite que, nuevamente, fue más rápido de lo que temí que fuera. Buscamos otro taxi en las inmediaciones del lugar y nos dirigimos de una vez al terminal de Cúcuta. Era extraño, sentía que aún estábamos en Venezuela porque solo había cruzado un puente y ya, pero conforme avanzamos en el carro, la infraestructura del lugar y la gente, me fueron haciendo caer en cuenta del hecho de que estaba fuera de mi país de origen. 


       En el terminal buscamos un lugar para cambiar una parte de los dólares con los que iba a viajar y a pagarme todas mis cosas de ese viaje a Ecuador, y una vez realizada la transacción, recorrimos el terminal en la búsqueda de un transporte que hiciera el viaje lo más cerca posible de la frontera de Colombia con Ecuador, encontrándonos con un bus que llegaba hasta Ipiales, tal lo que buscaba, que limita con el país andino al que iba. Salía a las 2 de la tarde, y apenas eran las 9 de la mañana, de manera que luego de comprar el boleto, decidimos dejar mis maletas ahí y pasear un poco por la ciudad para conocerla. Joca ya la conocía casi que hasta el cansancio puesto que la tiene ahí mismo, de manera que me llevó a recorrer la zona céntrica, donde está la Plaza Santander y aprovechó de hacer algunas diligencias. Caminamos por algunos establecimientos comerciales y me compré algunas cosas que estaba necesitando (artículos de higiene que ya no tenía: Empezaba a sentir el cambio de haber salido del país).
Plaza Santander en Cúcuta.
Créditos: Luis Jairo.

        Finalmente, los invité a comer, ya pasado el mediodía, en las cercanías del terminal, y me acompañaron hasta el bus esperando que abordara la unidad para ellos irse. Me sentía emocionada por todo lo que estaba viviendo. El miedo se había disminuido hasta hacerse invisible, casi inexistente. Mi asiento era del lado de la ventana, para poder ver todo el paisaje que tendría durante las próximas 48 horas frente a mí. El bus tenía tomacorriente, conexión a internet y aire acondicionado que me permitió ir refrescándome del calor que caracteriza la ciudad de Cúcuta. Solo quería que el bus arrancara y ya empezar ese viaje que me alejara cada vez más de mi país, llevándome rumbo a otra tierra, a otra gente, a otro destino.    

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