De cómo el hombre vuelca la mirada sobre sí mismo.
Aunque
mantienen una relación precaria con la ficción como elemento principal de la
literatura, los autores del siglo XIX son vehementes en la insistencia de los
defectos del orden social. Asimismo insisten en la decepción, todavía
incipiente, del hombre ante una promesa de progreso que ha derivado en la
alienación del hombre, la reducción de éste a esquemas, lineamientos,
convenciones sociales y a una conducta intachable. La contradicción que se
produce de coartar la libertad que el hombre ha adquirido a precio de sangre y
vidas inocentes, y que, paradójicamente, se ha vuelto la principal causa de sus
restricciones, puede observarse en los personajes anómicos que protagonizan las
grandes obras del siglo XIX: Madame Bovary, Werther, el doctor Victor
Frankenstein, Dorian Grey, y cómo éstos no pueden ceñirse a las reglas, cómo
hay algo en ellos que no está bien, que pasa los límites impuestos por las
convenciones sociales, por la moral, por la ética.
El hombre poco a poco deja de buscar
la responsabilidad de agentes externos a él que influyen en su inadaptabilidad
social; deja de hacerlo porque ya las explicaciones lógicas no le bastan para
entender su situación dentro del mundo, y el paradigma va cambiando, sumiéndolo
en lo que los románticos conceptualizaron: la búsqueda del yo. Esta búsqueda se
renueva gracias a la forma literaria y es así como resulta una literatura que
vuelve la mirada sobre sí misma. Es así como se empieza por romper con ese
orden rígido de la racionalidad que configura toda la obra literaria, que la
compacta y la convierte en una producción coherente.
Pero no sólo la literatura es
afectada por esta nueva concepción de la vida que se plantea el hombre, en
general todas las manifestaciones artísticas sufren un cambio drástico; basta
echarle un mirada a la postrimería del siglo XIX para observar cómo se estaba
gestando lo que en las primeras décadas del siglo XX sería la Vanguardia
artística y sus diferentes movimientos y escuelas.
Era un germen que estaba en el
ambiente artístico e intelectual del hombre finisecular, que lo llevó a
plantearse la obra artística con un objetivo distinto al de parecerse a la
realidad, a esa construcción social de la realidad, y buscar en la interioridad
del hombre la materia prima de la nueva obra artística. Entonces la literatura
busca en su interioridad, en su forma, en su estructura, en el lenguaje, una
renovación de sí misma; en este sentido, la narrativa rompe con los
convencionalismos literarios, la forma coherente, organizada y lógica de
plantear los hechos; la aproximación al referente externo ya no es una
prioridad y acercarse de manera fiel y exacta a la descripción de la realidad
no es el máximo logro de un escritor.
Las nuevas formas narrativas que se
están gestando paulatinamente, requieren de un lector atento; se dejan atrás
los narradores omniscientes-omnipresentes que todo lo saben y que dan a conocer
al lector todo lo necesario para que éste comprenda a cabalidad lo que está
sucediendo. Ya el narrador no es el guía-maestro virgiliano de la tradición
literaria y parece estar él mismo sumido en la incomprensión de lo que sucede,
en la inestabilidad de saltos en el tiempo, o en la irregularidad de no ser
siempre el mismo el que lleva la voz cantante. La literatura deja de ser un
juego de representaciones y se vuelve un juego por el puro placer de jugar, sin
por esto dejar atrás las angustias del hombre moderno, un hombre que observa
cómo la ciencia no ha resuelto todos los problemas tal y como prometió hacer a
principios de siglo XIX.
La ficción cobra aquí un papel
importantísimo como elemento principal de esta nueva forma narrativa. Cuando la
literatura se sacude las restricciones impuestas por el orden racional de los
hechos, entra en escena la posibilidad, multiplicidad y libertad de las formas
narrativas; no sujetas a ceñirse a la representación de la realidad, se abre un
abanico de posibilidades donde, no ya lo sobrenatural, sino lo cotidiano, desde
perspectivas que transgreden el sistema temporal-espacial, alcanzan sus mayores
y mejores manifestaciones en las obras magistrales de Proust y de Joyce, En busca del tiempo perdido y Ulises, respectivamente. A partir de este momento la
literatura cobrará vida y tendrá tantas manifestaciones como caracteres e
inquietudes humanas describen a cada autor importante del siglo XX.
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