Reflexiones sobre mi labor como docente (parte 2)

Durante un momento de mi 5to año estudiamos algunas ideas de Jean Paul Sartre, y recuerdo que una de ellas se me quedó fija de las cosas que planteó en su obra literaria y filosófica: la libertad nos aterra porque implica responsabilidad. Y en este sentido, más o menos algo de terror sentí cuando estaba culminando mi último año del pregrado. Sabía que iba a estar libre de la costumbre de tener que ir a la universidad todos los días de la semana, asistir a las clases, leer los libros asignados, relacionarlos unos con otros y luego hacer consideraciones a partir de la lectura de éstos; sabía que esto me hacía feliz e infeliz al mismo tiempo, porque aprendí a organizarme de tal suerte que convertí en un beneficioso hábito el leer todo lo que me mandaban en las clases (cosa que nunca hice con tanta aplicación los 4 años anteriores). El terror, posado en la boca de mi estómago, produciéndome una sensación parecida al vértigo, me hacía temer por la siguiente etapa... ¿Y si no daba la talla? ¿Y si fracasaba? ¿Y si no conseguía hacer las cosas bien? ¿Y si me botaban? Recuerdo que estas eran preguntas que me rondaban la mente una y otra vez, sobre todo la última debido a que en mi anterior experiencia con colegios eso era exactamente lo que había ocurrido. Sabía que tenía muchas cosas diferentes, y que probablemente por esas cosas diferentes podrían botarme una vez más, sin embargo, decidí concentrarme en la preparación de mi mente y espíritu para esos días, y así mentalizada llegó el mes de septiembre, 2012. 
         No quise vestirme con demasiada formalidad porque me dije que quería ser diferente a cualquier profesor común de los que yo conocía, y además la institución no me exigía usar uniforme, asunto este que llegó a incomodarme por obligarme a escoger yo mi propia ropa. Estaba en un momento donde prefería que escogieran las cosas por mí, a tener yo que hacerlas por mi cuenta, en ese sentido, escoger yo mi ropa me resultaba molesto.
         Recuerdo que las manos me temblaban el primer día que entré a la institución, y quise morirme cuando la directora me presentó en el patio de entrada como la nueva profesora de Castellano y Literatura de 4to y 5to año, ante todos esos adolescentes que me miraban evaluando cada centímetro de mi atuendo, de mi postura, de mi rostro y de mi alma, sí, porque aprendí que esos chicos son unos observadores maravillosos. Luego la presentación fue un poco más privada, es decir, por secciones en cada año. Y cada una de las veces sentía mis manos temblando y mis rodillas casi sacudiéndose, por los nervios que sentía de ser sometida al examen de sus miradas, todas sobre mí, durante el instante en que la directora pasaba conmigo a los salones para hacerme la formalidad de la introducción. Algo que le comentaba a mi amigo Gabo en estos días, era que una de las cosas que más me desagradaba de dar clases a grandes grupos, es que inevitablemente hay unos que te atraen la atención más que otros, unos que resaltan y otros que son como grises, casi invisibles. Y eso comienza estableciendo relaciones de desigualdad, porque si hay unos a los que notas más que a otros, a ellos te dirigirás, y excluirás a los demás, haciendo que pierdan interés. Es un hecho: nos gusta ser tomados en cuenta por igual.
         Una lección invaluable que aprendí en ese comienzo (aunque no fue sino hasta el siguiente año que pude resignificar la experiencia en aras de organizarla así como la plasmo acá), es que los principios siempre son fundamentales cuando se trata de trabajar con grupos grandes. Los alumnos, a esas edades, son lo suficientemente soberbios como para echarte en cara su autonomía y libertad, pero son lo suficientemente infantes como para ser francos y transparentes, la mayor parte del tiempo. De esa manera están con todos sus sentidos alerta cuando entra un nuevo docente y están llenos de expectativas, y al mismo tiempo de recelos. Cualquier paso que uno dé en ese comienzo es crucial; puede cavar tu tumba, o puede ayudarte a construir una relación firme y agradable con el grupo.  En ese sentido, las expectativas eran altas, y los recelos también, porque había venido yo a sustituir a una docente que ambas secciones de 4to año esperaban encontrarse en ese período de su bachillerato. Con 5to año no existía el mismo tipo de expectativa ni de recelo, era de otra naturaleza, pero estaba.
         Ahora bien, expectativas y recelos. Fueron estos dos elementos en torno a los cuales giró toda mi labor de ese primer año. Yo quise entrar y ser muy distinta a como eran los profesores “convencionales”, pero pronto me vi abrumada por el tamaño de hacer eso, e inconscientemente fui cayendo en lo que hacen todos los profesores. Recuerdo que los alumnos quisieron acercarse a mí, quisieron saber de mi vida, y yo me cerré secamente a ellos, cerré todas las puertas y las ventanas de mi vida personal y privada, porque eso era algo que me pertenecía a mí y a lo que ellos no tenían derecho de entrar. En el fondo tenía miedo de que me rechazaran si supieran cosas mías más allá del papel de docente; aún no tenía muy claro qué significaba eso de ser docente, y tomé mi referente conocido más cercano: los profesores que yo había tenido en bachillerato. En ese sentido pretendí revivir esa figura y ese ambiente también. Mi vida privada no estaba al alcance de esas pobres criaturas, los miraba y escuchaba sus temas de conversación con pena por lo “perdidos” y “equivocados” que estaban respecto a la vida, los llegué a despreciar y a considerar como seres menos que pensantes. Además de eso estaba como un peso sobre mi espalda el deseo de hacer las cosas bien, se me había dado la oportunidad de tener ese cargo pero yo sentía que desconfiaban de mí por la edad que tenía (22 años) y la cercanía relativa con las edades de los estudiantes mayores del sistema de secundaria. Entonces quería demostrarles a mis superiores que yo podía tener el control del grupo sin demasiados problemas, y la suma de eso con el anterior elemento descrito, fue directo al blanco de las expectativas de mis alumnos, casi desapareciéndolas por completo, y atizando los recelos, convirtiéndolos en desagrado hacia mi persona. Era una reacción lógica y esperada, hoy lo veo, pero en aquel momento lo que ocurrió fue que la suma de todos mis miedos se vio cristalizada: los muchachos me estaban haciendo la guerra, es decir, que yo estaba fracasando como docente. Ninguna de mis clases era vista con agrado, ni los temas impartidos, y si bien había un grupo pequeño del salón interesado (particularmente con un año y una sección ocurrió todo eso), el resto, además liderado por una chica que me hizo la guerra de frente, era abiertamente indiferente, incluso irrespetuoso.
         Ante estos irrespetos yo, nuevamente, volví a buscar en la referencia que recordaba de mis profesores, métodos para canalizar y corregir las irregularidades que habían aflorado en ese grupo, sin embargo todas éstas fueron infructuosas, y más bien se convirtieron en el chiste del salón, porque queriendo corregir, terminaba yo haciendo el ridículo frente a ellos, y cómo gozaron ellos con mi frustración e impaciencia. Eso me lo agradecerán eternamente, las clases de Castellano para ellos se convirtieron en un momento para disfrutar y reírse de lo lindo, sin siquiera prepararlo, era algo que surgía de mi impaciencia e incapacidad de resolver las distintas situaciones que se presentaban, todas propiciadas por ellos. Me sentía desagradada, humillada, lastimada, y recuerdo que llegué a tener unos intensos deseos de llorar que me reprimía diciéndome que eso sería el colmo, llorarles a esos miserables que me estaban lastimando. Oh, sí, y entonces empecé a odiarlos, a despreciarlos directa y conscientemente, porque lo que antes había sido sutil, se convirtió en algo de lo que yo estaba consciente y que empecé a alimentar para tratar de lastimarlos y así controlarlos.
         Muchas veces estuve pensando seriamente en irme, ¿Qué sentido tenía regresar a un aula donde no solo no me querían sino además me despreciaban abiertamente? Trataba de consolarme en el hecho de que era solo una sección de las 4 que estaba atendiendo, pero si bien es cierto que solo era esa sección, de las 3 restantes, por lo menos dos tenían un cierto recelo velado, disimulado y canalizado por alumnos guías y líderes a quienes yo les simpatizaba. Sabía que yo estaba haciendo algo inadecuado para generar tanta animadversión en unos adolescentes, y agradecí que la institución fuera privada y no pública porque sentía el desprecio en los estudiantes masculinos tan acentuado, que me dije que si fuera una institución pública, capaz y me lastimarían físicamente. Lo peor es que me daba rabia que me importara su opinión de tal suerte que me doliera su desprecio, me daba rabia que me descontrolaran como lo hacían. Me daba rabia no disfrutar algo que yo sabía que me gustaba, por culpa de ellos. Me daba rabia tener que controlar mis nervios y mis ganas de llorar cada vez que estaba a punto de entrar a ese salón, y sentir, como si fuera una bofetada que me dieran vez tras vez, su apatía y fastidio por mi materia, sus deseos de desaparecerme, además.
         Me sentí indeseable, me sentí desagradable, me sentí despreciada y despreciable; aburrida, fastidiosa, vieja y gruñona. Amargada, infeliz, desgraciada, desolada, así sé que me veían ellos. Y es que... en el fondo realmente me sentía así, y no tenía que ver con ellos, tenía que ver con mi vida, con la manera como me sentía. Y esa fue quizá la lección más dura que con ellos aprendí: que no importa cuánto quieras sacar de la ecuación laboral tu vida personal, ésta siempre acaba alcanzándote, porque somos seres complejos y completos, y una escisión de áreas que están entrelazadas solo lleva a situaciones engorrosas y desagradables, ambientes malsanos, murmullos, dobles caras, hipocresías y toda clase de vicios que invaden, no solo los ambientes educativos, sino cualquier ambiente laboral donde la gente no sepa integrar adecuadamente toda la complejidad que como seres humanos nos caracteriza.
         El año finalizó terriblemente, con la duda por parte de mis superiores acerca de si podría yo controlar ese grupo de 4to año que tanto había jugado conmigo durante todo el año y que hasta el final hizo conmigo lo que quiso. Yo asumí el reto y alcé mi cabeza con firmeza: no me iba a rendir así de fácil.

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